Lola Roca abre los ojos, se siente en un cuerpo que no es el
suyo. Todo le pesa una millonésima parte más de lo que recordaba antes de
desmayarse en la cama. La boca le sabe a cloaca.
Lola Roca tiene dos hijas e un hijo, un exmarido cabrón, una
cartilla de desempleo muy larga y una del banco muy tísica. La economía
sumergida en el cubo con lejía es su enclenque pilar de economía doméstica.
Lola Roca tiene,
también, muchos palos en el cuerpo, muchas copas en el hígado, muchos problemas
en el cerebro y muchas penas en el corazón.
Lola Roca siente una resaca como un caballo salvaje que galopa
por todas sus entrañas. Se encuentra en ese círculo vicioso de no levantar
cabeza porque no suelta la botella y no soltar la botella porque no levanta
cabeza. Lo ha intentado en Alcohólicos Anónimos pero en el barrio sus cogorzas
son demasiado famosas. Todas las mañanas que se despierta así se odia un poco
más a sí misma, los remordimientos por ser mala madre se le agolpan debajo de
las costillas y vomita vodka barato como parte de ese calvario que se tiene
autoimpuesto Lola Roca.
Su madre aparece de ángel salvadora en esa extraña
cotidianeidad que han adoptado. Los días que puede ir a la puerta del colegio a
recoger a sus hijos le hacen mucho bien, como el sol de invierno a los bebés.
Lola Roca se siente orgullosa de lo fuertes que son sus criaturas y sabe que no
habrá resaca lo salvajemente vasta que le haga abandonar su sacrificio de
sacarles adelante.
A todas las mamás y abuelas coraje que venían a buscarnos a
la puerta del cole, mujeres luchadoras de mi barrio, gracias.
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